lunes, 9 de enero de 2017

La oscura melancolía. (Ángeles Mastretta)

La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo había visto llegar una mañana, caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había pensado: “Este hombre se cree Dios”. Pero al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos y pasiones extrañas, se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no supiera lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de Góngora y sor Juana como quien responde a una canción en el recreo.
Era tan sabía que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa como la virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones.
Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces la tía Daniela lo dotó de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer cien hombres.
Lo quiso convencida de que Dios puede andar entre los mortales, entregada hasta las uñas a los deseos y ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y jamás entendió uno solo de todos los poemas que Daniela quiso leerle para explicar su amor.
Un día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces en la redonda inteligencia de la tía Daniela un solo atisbo capaz de entender qué había pasado.
Hipnotizada por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas. Perderlo fue una pena larga como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno.
Por unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le prestó una noche, la tía Daniela enterró las ganas de estar viva y fue perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la intensidad en la frente y las entrañas.
Se quedó casi ciega en tres meses, una joroba le creció en la espalda, y algo le sucedió en su termostato que a pesar de su andar hasta el rayo del sol con abrigo y calcetines, tiritaba de frío como si viviera en el centro mismo del invierno. La sacaban al aire como a un canario. Cerca le ponían fruta y galletas para que picoteara, pero su madre se llevaba las cosas intactas mientras ella seguía muda a pesar de los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerla.
Al principio la invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y venir a la gente, algo de ella volvía a dar muestras de apego a la vida. Trataron todo. Su madre se la llevó de viaje a España y la hizo entrar y salir de todos los tablados sevillanos sin obtener de ella más que una lágrima la noche en que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente, le puso un telegrama a su marido diciendo: “Empieza a mejorar, ha llorado un segundo”. Se había vuelto un árbol seco, iba para donde la llevaran y en cuanto podía se dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla y decirle a su madre: “Te lo ruego, vámonos a casa”.
Cuando volvieron, la tía Daniela apenas podía caminar y desde entonces no quiso levantarse. Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no pudo siquiera abrir los ojos.
    ¡Está muerta! —oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo.
Alguien le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de vengarse en los otros, una pose de niña consentida que si de repente perdiera la tranquilidad de su casa y la comida segura, se las arreglaría para mejorar de un día para otro. Su madre hizo el esfuerzo de creerlo y siguió el consejo de abandonarla en el quicio de la puerta de la Catedral. La dejaron ahí una noche con la esperanza de verla regresar al día siguiente, hambriento y furioso, como había sido alguna vez. A la tercera noche la recogieron de la puerta de la Catedral con pulmonía y la llevaron al hospital entre lágrimas de toda la familia.
Ahí fue a visitarla su amiga Elide, una joven de piel brillante que hablaba sin tregua y que decía que decía saber las curas del mal de amores. Pidió que la dejaran hacerse cargo del alma y del estómago de aquella náufraga. Era una creatura alegre y ávida. La oyeron opinar. Según ella el error en el tratamiento de su inteligente amiga estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto imposible. Lo que había que hacer era encauzarle los recuerdos para que no la mataran, para que la obligaran a seguir viva.
Los padres oyeron hablar a la muchacha con la misma indiferencia que ya les provocaba cualquier intento de curar a su hija. Daban por hecho que no serviría de nada y sin embargo lo autorizaban como si no hubieran perdido la esperanza que ya habían perdido.

Las pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la puerta oía la incansable voz de Elide hablando del asunto con la misma obstinación con que un médico vigila a un moribundo. No se callaba. No le daba tregua. Un día y otro, una semana y otra.
— ¿Cómo dices que eran sus manos? —preguntaba. Si la tía Daniela no le contestaba, Elide volvía por otro lado.
— ¿Tenía los ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes?
—Chicos —le contestó la tía Daniela hablando por primera vez en treinta días.
— ¿Chicos y turbios? —preguntó la tía Elide.
—Chicos y fieros —contestó la tía Daniela, y volvió a callarse otro mes.
—Seguro era Leo. Así son los Leo —decía su amiga sacando un libro de horóscopos para leerle. Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo—. De remate son mentirosos. Pero no tienes que dejarte, tú eres Tauro. Son fuertes las mujeres de Tauro.
—Mentiras sí que dijo —le contestó Daniela una tarde.
    ¿Cuáles? No se te vaya a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no demos con él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que oíste y las que te hizo decir.
—No quiero humillarme.
—El humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y largarse.
—Me iluminaron —defendió la tía Daniela.
—Se te nota iluminada —decía su amiga cuando llegaban a puntos así.
Al tercer mes de hablar y hablar la hizo comer como Dios manda. Ni siquiera se dio cuenta de cómo fue. La llevó a una caminata por el jardín. Cargaba una cesta con frutas, queso, pan, mantequilla y té. Extendió un mantel sobre el pasto, sacó las cosas y siguió hablando mientras empezaba a comer sin ofrecerle.
—Le gustaban las uvas —dijo la enferma.
—Entiendo que lo extrañes.

—Sí —dijo la enferma acercándose un racimo de uvas —. Besaba regio. Y tenía suave la piel de los hombros y la cintura.
— ¿Cómo tenía? Ya sabes —dijo la amiga como si supiera desde siempre lo que la torturaba.
—No te lo voy a decir —contestó riéndose por primera vez en meses. Luego comió queso y té, pan y mantequilla.
— ¿Rico? —le preguntó Elide.
—Sí —contestó la enferma empezando a ser ella.
Una noche bajaron a cenar. La tía Daniela con un vestido nuevo y el pelo brillante y limpio, libre por fin de la trenza polvosa que no se había peinado en mucho tiempo.
Veinte días después ella y su amiga habían repasado los recuerdos de arriba para abajo hasta convertirlos en trivia. Todo lo que había tratado de olvidar la tía Daniela forzándose a no pensarlo, se le volvió indigno de recuerdo después de repetirlo muchas veces. Castigó su buen juicio oyéndose contar una tras otra las ciento veinte mil tonterías que la habían hecho feliz y desgraciada.
—Ya no quiero ni vengarme —le dijo una mañana a Elide—. Estoy aburridísima del tema.
— ¿Cómo? No te pongas inteligente —dijo Elide—. Éste ha sido todo el tiempo un asunto de razón menguada. ¿Lo vas a convertir en algo lúcido? No lo eches a perder. Nos falta lo mejor. Nos falta buscar al hombre en Europa y África, en Sudamérica y la India, nos falta encontrarlo y hacer un escándalo que justifique nuestros viajes. Nos falta conocer la Galería Pitti, ver Florencia, enamorarnos en Venecia, echar una moneda en la fuente de Trevi. ¿Nos vamos a perseguir a ese hombre que te enamoró como a una imbécil y luego se fue?
Habían planeado viajar por el mundo en busca del culpable y eso de que la venganza ya no fuera trascendente en la cura de su amiga tenía devastada a Elide. Iban a perderse la India y Marruecos, Bolivia y el Congo, Viena y sobre todo Italia. Nunca pensó que podría convertirla en un ser racional después de haberla visto paralizada y casi loca hacía cuatro meses.
—Tenemos que ir a buscarlo. No te vuelvas inteligente antes de tiempo —le decía.

—Llegó ayer —le contestó la tía Daniela un mediodía.
— ¿Cómo sabes?
—Lo vi. Tocó en el balcón como antes.
— ¿Y qué sentiste?
—Nada.
— ¿Y qué te dijo?
—Todo.
— ¿Y qué le contestaste?
—Cerré.
— ¿Y ahora? —preguntó la terapista.
—Ahora sí nos vamos a Italia: los ausentes siempre se equivocan.

Y se fueron a Italia por la voz del Dante: “Polvera dentro de mi alta fantasía”.

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