Leyendo en la luna. (Ángeles Mastretta.)
Había una luna a
medias la noche que desquició para siempre los ordenados sentimientos de la tía
Inés Aguirre. Una luna intrigosa y ardiente que se reía de ella. Y era tan
negro el cielo que la rodeaba que adivinar por qué no pensó Inés en escaparse
de aquel embrujo.Quizás aunque la luna
no hubiera estado ahí, aunque el cielo hubiera fingido transparencia, todo
habría sido igual. Pero la tía Inés culpaba a la luna para no sentirse la única
causante de su desgracia. Sólo bajo esa luna pudo empezarle a ella la pena que le
tenía tomado el cuerpo. Una desdicha que, como casi siempre pasa, se le metió
fingiendo ser el origen mismo de la dicha. Porque la noche aquella, bajo
la luna, el hombre le dio un beso en la nuca como quien bebe un trago de agua,
y fue una noche tan lejos de la pena que nadie hubiera podido imaginarla como
el inicio de la más mínima desgracia. Apenas había llegado la luz eléctrica y
las casas bajo el cerro parecían estrellas. En alguien tuvo que vengar esa luna
el dolor que le dieron las casas encendidas, las calles bajo el cobijo de
aquella luz comprada y mentirosa, la ingratitud de toda una ciudad anocheciendo
tranquila, sin buscar el auxilio de su fulgor. De algo tenía que servir ella,
alguien tendría que recordar su luz despidiendo la tarde, y ese alguien fue
Inés Aguirre: la luna la empujó hasta el fondo de unos brazos que la cercarían
para siempre aunque fueran a irse temprano. Al día siguiente, la tía Inés
no recordó un ruego, menos una orden, pero tenía una luz entre ojo y ojo
ensombreciendo toda su existencia. No podía ya olvidar el aliento que le
entibió los hombros, ni desprender de su corazón la pena que lo ató a la
voluntad sagrada de la luna. Se volvió distraída y olvidadiza. Pedía
auxilio para encontrar el lápiz que tenía en la mano, los anteojos que llevaba
puestos, las flores que acababa de cortar. Del modo en que andaba podía
derivarse que no iba a ninguna parte, porque después del primer paso casi
siempre olvidaba su destino. Confundía la mano derecha con la izquierda y nunca
recordaba un apellido. Terminó llamando a sus tíos con el nombre de sus
hermanos y a sus hermanas con el nombre de sus amigas. Cada mañana tenía que
adivinar en cuál cajón guardaba su ropa interior y cómo se llamaban las frutas
redondas que ponía en el jugo del desayuno. Nunca sabía qué horas eran y varias
veces estuvo a punto de ser atropellada. Una tarde hacía el más delicioso pastel de chocolate y a la semana
siguiente no encontraba la receta ni sabía de qué pastel le hablaban. Iba al
mercado para volver sin cebollas, y hasta el Padre Nuestro se le olvidó de
buenas a primeras. A veces se quedaba mirando un florero, una silla, un
tenedor, un peine, una sortija y preguntaba con la ingenuidad de su alma:
—¿Para qué sirve esto? Otras, escribía en cualquier cuaderno toda clase de
historias que después no podía leer porque con el punto final olvidaba las letras.
En uno de estos cuadernos escribió la última vez que supo hacerlo: "Cada
luna es distinta. Cada luna tiene su propia historia. Dichosos quienes pueden
olvidar su mejor luna ".Una tarde
hacía el más delicioso pastel de chocolate y a la semana siguiente no
encontraba la receta ni sabía de qué pastel le hablaban. Iba al mercado para
volver sin cebollas, y hasta el Padre Nuestro se le olvidó de buenas a
primeras. A veces se quedaba mirando un florero, una silla, un tenedor, un
peine, una sortija y preguntaba con la ingenuidad de su alma: —¿Para qué sirve
ésto? Otras, escribía en cualquier cuaderno toda clase de historias
que después no podía leer porque con el punto final olvidaba las letras. En uno de estos
cuadernos escribió la última vez que supo hacerlo: "Cada luna es distinta.
Cada una tiene su propia historia. Dichosos quienes pueden olvidar su mejor luna”.
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